Una estación de tren cualquiera, un día de calor salvaje, una ciudad pérdida de otro mundo, dos jóvenes sentados sobre el suelo del andén 9, destinos diferentes. A sus pies descansan dos grandes maletas repletas de todo aquello que les dio tiempo a recoger del tendedero antes de salir huyendo de allí. Mientras aguardan la llegada del transporte, fuman un cigarrillo a medias sin articular palabras. Tan propensos al diálogo y al uso vitalista de la palabra que ahora resulta extraño contemplar como permanecen callados, ni siquiera alcanzan para dedicarse una mirada furtiva.
La naturaleza que los unió con palabras ahora quisiera sentarse a su lado y preguntarle porqué. Ella no entiende de preguntas y respuestas, sólo entiende de sentimientos. Sigue contemplándolos como aquellos pequeños que un buen día, por primera vez, se propusieron fundirse entre sí. Irradiaban energía y luces destellantes en medio de tanta oscuridad como les rodeaba. Consiguieron hacer del mundo un lugar mejor en el que poder convivir, un pequeño universo solo para ellos dos.
Las estaciones detenían su paso muertas de celo al ver que existía un lugar donde su presencia pasaba desapercibida, las maldades humanas sufrían de penitencia diaria envueltas en impotencia y ofuscación, ¿y los miedos? Los miedos disfrutaban de jubilaciones anticipadas por cese de actividad neuronal.